Son los verdaderos reyes del Himalaya y no reciben reconocimiento deportivo, a pesar de ser los artífices de los máximos récords del montañismo.
El pueblo sherpa vive pegado a las faldas del Everest, la montaña más elevada del planeta (8.848 metros), y este simple hecho lo explica casi todo: su incomparable aclimatación a la altura, su resistencia, el rédito económico extraído de la montaña y la fama que este pueblo ha adquirido en el mundo occidental.
En el Khumbu, en el noreste de Nepal, región pegada al Everest, pero también al Lhotse (8.516 metros), habitan algo más de 12.000 sherpas, directamente bendecidos por el boom turístico que estalló en la zona tras la conquista del techo del mundo en 1953 a manos de Edmund Hillary y del sherpa Tenzing Norgay. Hay más guías en el país (otros 60.000), pero éstos no conocen la prosperidad de los moradores del Khumbu, dueños de pastos, ganado, albergues y demás infraestructuras turísticas, amén del lucrativo trabajo que desempeñan en los nueve ochomiles que crecen en suelo nepalí. Su fama les ha llevado a trabajar incluso en los cinco ochomiles de Pakistán, donde son señalados por los porteadores locales, oriundos del Baltistán, como el ejemplo a seguir.
“Los sherpas que trabajan en las montañas de 8.000 metros cobran cerca de 2.000 euros fijos y luego unos extras pactados de antemano por hacer cima. Si la expedición hace cumbre, un sherpa gana cerca de 3.000 euros por mes y medio de trabajo (a lo que hay que descontar la comisión de la agencia para la que trabaja), lo que es un dineral si se compara con el sueldo medio nepalí”, explica Ferrán Latorre, quien lleva más de una década trabajando para Televisión Española con el programa Al filo de lo imposible. Esto rompe uno de los estereotipos asociados con el trabajo de los porteadores de altura: definitivamente están bien pagados, pero tal y como solía decir Iñaki Ochoa de Olza, quien falleció en el Annapurna el 25 de mayo de 2008, tras cinco noches a la intemperie, “parece poco ético pagar a alguien por fastidiarle la vida”. Ferrán Latorre rompe otra idea preconcebida: “En los últimos años el nivel técnico de los sherpas ha mejorado mucho. Ahora son ellos los que colocan la mayoría de las cuerdas fijas en los ochomiles, principalmente en el Everest, y visten casi como nosotros, con botas excelentes, buzos de pluma y demás material de calidad, porque con lo que cobran se lo pueden permitir”, observa.
Los sherpas son reconocidos por su predisposición a la sonrisa, por su inclinación natural hacia la bondad, son agradables con todos y respetan sobremanera a los alpinistas que no necesitan sus servicios, por contradictorio que parezca. Antes que interesarse por la profesión, el estado civil o la edad de un occidental, el sherpa pregunta directamente por el currículo montañero de su interlocutor: ¿Cuántos ochomiles has escalado? Su atención menguará o crecerá en función de la cifra que uno inserte en la respuesta. “Tras la muerte de mi hermano Iñaki invitamos a Pamplona a los cuatro sherpas que se prestaron voluntarios y sin cobrar para tratar de rescatarle en el Annapurna. Cenando en una sidrería, les pregunté a ver cuántos ochomiles habían escalado y el que tenía frente a mí se quedó pensativo y soltó en inglés: ‘Everest, siete veces; Kangchenjunga, cuatro veces; Nanga Parbat, dos veces; Cho Oyu cinco veces…’”, ilustra Pablo Ochoa de Olza, todavía emocionado por el respeto que esos cuatro hombres mostraron durante su visita. “Parece que olvidamos que son hombres, no superhombres. Les encanta que el occidental los trate como personas, no como animales de carga, que les hables algunas palabras en nepalés, porque valoran mucho que nos interesemos por su cultura, tanto como ellos lo han hecho por la nuestra. En Pamplona tuve que recordarles que en mi casa yo era el sherpa y ellos los turistas para que dejasen de saludarme formalmente”, recuerda Pablo Ochoa de Olza.
Los sherpas de Nepal, en cierta manera, son víctimas de su éxito: reconocen que no escalan montañas por el placer estético, romántico o egocéntrico que mueve a los occidentales, sino por ganarse la vida y extraerse de la miseria que inunda su país, aunque eso mismo los enfrente a situaciones terribles. ¿Sufren por ello? No, a simple vista, pero de hecho muchos mueren en el empeño: a veces porque la montaña es cruel, otras por falta de pericia técnica, otras por humanidad o por no desobedecer las desafortunadas indicaciones de su patrón. Sólo en el Everest, un tercio de los cerca de 200 fallecidos son sherpas. Juan Vallejo jamás olvidará la cara del sherpa que acompañaba, fuera de hora, a la obstinada coreana Miss Gi camino de la cima del Annapurna, en 1999. Nunca volvió a verlos. El caso señala los límites de un negocio con reminiscencias coloniales, pero revestido de las modernas leyes del capitalismo.
Los porteadores de altura del Himalaya resultaron fundamentales en la conquista de los principales picos de una cadena montañosa interminable, casi inabarcable, y siguen figurando entre los actores principales del ochomilismo actual. Ahora se les observa como trabajadores cualificados, especialistas en el arte de acarrear bultos, montar campos de altura, fijar cuerdas, abrir huella, cocinar o rescatar a los que andan en apuros. Sólo les faltan las medallas.
Récords a puro pulmón
En el Everest los sherpas protagonizan todos los récords
Babu Chiri durmió en su cima permaneciendo 21 horas en la misma y firmó la ascensión más rápida por la cara sur hasta que Pemba Dorje le arrebató el récord rebajándolo cuatro horas (12 horas y 45 minutos); Temba Tsheri, a la edad de 15 años, es la persona más joven en alcanzar su cima; sólo Kushang Sherpa ha escalado las cuatro caras de la montaña; nadie ha escalado más veces el Everest que Appa Sherpa (19 ascensiones); fueron sherpas los que firmaron el récord de altura para un rescate, cuando descendieron a un neozelandés atascado a 8.700 metros, pero esto no oculta que también había sherpas entre los que pasaron en 2006 por encima de David Sharp, colapsado a 8.500 metros, sin prestarle socorro, quizá porque nadie quiso pagar por su rescate. Sólo ellos pueden decidir dónde detener sus pasos y marcar los límites de un negocio en el que las malas cuentas llevan a la muerte.
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El pueblo sherpa vive pegado a las faldas del Everest, la montaña más elevada del planeta (8.848 metros), y este simple hecho lo explica casi todo: su incomparable aclimatación a la altura, su resistencia, el rédito económico extraído de la montaña y la fama que este pueblo ha adquirido en el mundo occidental.
En el Khumbu, en el noreste de Nepal, región pegada al Everest, pero también al Lhotse (8.516 metros), habitan algo más de 12.000 sherpas, directamente bendecidos por el boom turístico que estalló en la zona tras la conquista del techo del mundo en 1953 a manos de Edmund Hillary y del sherpa Tenzing Norgay. Hay más guías en el país (otros 60.000), pero éstos no conocen la prosperidad de los moradores del Khumbu, dueños de pastos, ganado, albergues y demás infraestructuras turísticas, amén del lucrativo trabajo que desempeñan en los nueve ochomiles que crecen en suelo nepalí. Su fama les ha llevado a trabajar incluso en los cinco ochomiles de Pakistán, donde son señalados por los porteadores locales, oriundos del Baltistán, como el ejemplo a seguir.
“Los sherpas que trabajan en las montañas de 8.000 metros cobran cerca de 2.000 euros fijos y luego unos extras pactados de antemano por hacer cima. Si la expedición hace cumbre, un sherpa gana cerca de 3.000 euros por mes y medio de trabajo (a lo que hay que descontar la comisión de la agencia para la que trabaja), lo que es un dineral si se compara con el sueldo medio nepalí”, explica Ferrán Latorre, quien lleva más de una década trabajando para Televisión Española con el programa Al filo de lo imposible. Esto rompe uno de los estereotipos asociados con el trabajo de los porteadores de altura: definitivamente están bien pagados, pero tal y como solía decir Iñaki Ochoa de Olza, quien falleció en el Annapurna el 25 de mayo de 2008, tras cinco noches a la intemperie, “parece poco ético pagar a alguien por fastidiarle la vida”. Ferrán Latorre rompe otra idea preconcebida: “En los últimos años el nivel técnico de los sherpas ha mejorado mucho. Ahora son ellos los que colocan la mayoría de las cuerdas fijas en los ochomiles, principalmente en el Everest, y visten casi como nosotros, con botas excelentes, buzos de pluma y demás material de calidad, porque con lo que cobran se lo pueden permitir”, observa.
Los sherpas son reconocidos por su predisposición a la sonrisa, por su inclinación natural hacia la bondad, son agradables con todos y respetan sobremanera a los alpinistas que no necesitan sus servicios, por contradictorio que parezca. Antes que interesarse por la profesión, el estado civil o la edad de un occidental, el sherpa pregunta directamente por el currículo montañero de su interlocutor: ¿Cuántos ochomiles has escalado? Su atención menguará o crecerá en función de la cifra que uno inserte en la respuesta. “Tras la muerte de mi hermano Iñaki invitamos a Pamplona a los cuatro sherpas que se prestaron voluntarios y sin cobrar para tratar de rescatarle en el Annapurna. Cenando en una sidrería, les pregunté a ver cuántos ochomiles habían escalado y el que tenía frente a mí se quedó pensativo y soltó en inglés: ‘Everest, siete veces; Kangchenjunga, cuatro veces; Nanga Parbat, dos veces; Cho Oyu cinco veces…’”, ilustra Pablo Ochoa de Olza, todavía emocionado por el respeto que esos cuatro hombres mostraron durante su visita. “Parece que olvidamos que son hombres, no superhombres. Les encanta que el occidental los trate como personas, no como animales de carga, que les hables algunas palabras en nepalés, porque valoran mucho que nos interesemos por su cultura, tanto como ellos lo han hecho por la nuestra. En Pamplona tuve que recordarles que en mi casa yo era el sherpa y ellos los turistas para que dejasen de saludarme formalmente”, recuerda Pablo Ochoa de Olza.
Los sherpas de Nepal, en cierta manera, son víctimas de su éxito: reconocen que no escalan montañas por el placer estético, romántico o egocéntrico que mueve a los occidentales, sino por ganarse la vida y extraerse de la miseria que inunda su país, aunque eso mismo los enfrente a situaciones terribles. ¿Sufren por ello? No, a simple vista, pero de hecho muchos mueren en el empeño: a veces porque la montaña es cruel, otras por falta de pericia técnica, otras por humanidad o por no desobedecer las desafortunadas indicaciones de su patrón. Sólo en el Everest, un tercio de los cerca de 200 fallecidos son sherpas. Juan Vallejo jamás olvidará la cara del sherpa que acompañaba, fuera de hora, a la obstinada coreana Miss Gi camino de la cima del Annapurna, en 1999. Nunca volvió a verlos. El caso señala los límites de un negocio con reminiscencias coloniales, pero revestido de las modernas leyes del capitalismo.
Los porteadores de altura del Himalaya resultaron fundamentales en la conquista de los principales picos de una cadena montañosa interminable, casi inabarcable, y siguen figurando entre los actores principales del ochomilismo actual. Ahora se les observa como trabajadores cualificados, especialistas en el arte de acarrear bultos, montar campos de altura, fijar cuerdas, abrir huella, cocinar o rescatar a los que andan en apuros. Sólo les faltan las medallas.
Récords a puro pulmón
En el Everest los sherpas protagonizan todos los récords
Babu Chiri durmió en su cima permaneciendo 21 horas en la misma y firmó la ascensión más rápida por la cara sur hasta que Pemba Dorje le arrebató el récord rebajándolo cuatro horas (12 horas y 45 minutos); Temba Tsheri, a la edad de 15 años, es la persona más joven en alcanzar su cima; sólo Kushang Sherpa ha escalado las cuatro caras de la montaña; nadie ha escalado más veces el Everest que Appa Sherpa (19 ascensiones); fueron sherpas los que firmaron el récord de altura para un rescate, cuando descendieron a un neozelandés atascado a 8.700 metros, pero esto no oculta que también había sherpas entre los que pasaron en 2006 por encima de David Sharp, colapsado a 8.500 metros, sin prestarle socorro, quizá porque nadie quiso pagar por su rescate. Sólo ellos pueden decidir dónde detener sus pasos y marcar los límites de un negocio en el que las malas cuentas llevan a la muerte.
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